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viernes, 22 de julio de 2011

HOMILIA DE VENEDICTO XVI

HOMILÍA DE BENEDICTO XVI
DOMINGO 24 DE ABRIL - DOMINGO DE RESURRECIÓN
«Alabad al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia» (Sal 118, 1)


“Este es el día que hizo el Señor: alegrémonos y regocijémonos en él, ¡aleluya!” (Salmo  resp.). Es el día más alegre del año, porque “el Señor de la vida había muerto, y ahora triunfante se levanta (secuencia). Si Jesús no hubiera resucitado, vana habría sido su encarnación, y su muerte no habría dado la vida a los hombres. “Si Cristo no hubiera resucitado, vana sería nuestra fe” (1Cor 15, 17) exclama San Pablo. Porque ¿quién puede creer y esperar en un muerto? Pero Cristo no es un muerto, sino uno que vive. “Buscan a Jesús Nazareno, el crucificado –dijo el Ángel a las mujeres–ha resucitado, no está aquí” (Mc 16, 6).
El anuncio de la resurrección produjo en un primer momento temor y espanto, de tal manera que las mujeres “huían del sepulcro… y a nadie dijeron nada, tal era el miedo que tenían” (Mc 16, 8). Pero con ellas, y quizá habiéndolas precedido un poco, se encontraba María Magdalena, que “viendo quitada la piedra del sepulcro” corrió enseguida a comunicar la noticia a Pedro y a Juan: “Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos donde le han puesto” (Jn 20, 1-2). Los dos van corriendo hacia el sepulcro y entrando en la tumba “ven las vendas allí colocadas y el sudario…en sitio aparte”(Jn 20, 6-7); ven y creen. Es el primer acto de fe de la Iglesia naciente en Cristo resucitado, provocado por la solicitud de una mujer y por la señal de las vendas encontrados en el sepulcro vacío. Si se hubiera tratado de un robo, ¿Quién se hubiera preocupado de desnudar el cadáver y colocar los lienzos con tanto cuidado? Dios se sirve de cosas sencillas para iluminar a los discípulos que “aun no se habían dado cuenta de la Escritura, según la cual era precio que el resucitará de entre los muertos” (Jn 20, 9) ni comprendían todo lo que Jesús mismo les había predicho acerca de su resurrección. Pedro cabeza de la Iglesia, y Juan, “el otro discípulo a quien Jesús amaba” (Jn 20, 2), tuvieron el mérito de recoger las “señales” del Resucitado: la noticia traída  por una mujer, el sepulcro vacío, los lienzos depuestos en él. El testimonio de los dos apóstoles y de las santas mujeres, es garantía de la resurrección, que es la vida para nosotros. Don precioso de su amor, para darnos vida en abundancia.
Las señales de la Resurrección se ven presentes en el mundo: la fe heroica, la vida coherente de tanta gente humilde y escondida. La vitalidad de la Iglesia, que las persecuciones externas y las luchas internas no llegan a debilitar la Eucaristía, presencia viva de Jesús resucitado que continúa atrayendo hacia sí a los seres humanos. Toca a cada uno de nosotros aceptar estas señales con las que creyeron los Apóstoles y hacer cada vez más firme la propia fe.
La liturgia pascual nos recuerda en la segunda lectura uno de los discursos más llenos de conmoción del Apóstol San Pedro sobre la resurrección de Jesús: “Dios le resucitó al tercer día, y se manifestó… a los testigos de antemano elegidos por Dios, a nosotros, que comimos y bebimos con él después de resucitado de entre los muertos” (Hech 10, 40-41). Estas palabras vibrantes del jefe de los Apóstoles nos dejan ver la intimidad de quien ha gozado de la presencia de Cristo resucitado, sentándose a la mesa, comiendo y bebiendo con él.
La Pascua invita a todos nosotros a una mesa común con Cristo resucitado, en la cual él mismo es la comida y la bebida. A la mesa de Cristo, verdadero Cordero inmolado por la salvación de los hombres, tenemos que acercarnos con corazón limpio de todo pecado, con el corazón renovado en la pureza y en la verdad, es decir, resucitados con él. La resurrección del Señor debe reflejarse en la vida nueva de los creyentes, ejercida con un “paso” cada vez más radical, que de las debilidades dejando el hombre viejo, demos paso a la vida nueva en Cristo.
La necesidad de ocuparse de las realidades terrenas, no debe impedir a los resucitados en Cristo el tener el corazón  dirigido a las realidades eternas, las únicas definitivas. Siempre nos está acechando la tentación de quedarnos en lo efímero, en lo pasajero, en lo temporal y contingente, como si fuera nuestra única patria.
La resurrección del Señor es una fuerte llamada a ver que estamos en el mundo como acampados provisionalmente y que estamos en viaje hacia la patria eterna. El fin último de nuestra existencia. Cristo ha resucitado para hacernos partícipes de gloria.
Que Santa María, a quien llamamos Reina de cielo, le podamos decir con la oración pascual: “alégrate, ¡aleluya!, porque Cristo a quien llevaste en tu seno ¡aleluya! Ha resucitado según su palabra ¡aleluya!, ruega al Señor por nosotros, ¡aleluya! 

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